Cicatrices

Era sábado, 24 de enero, me desperté a las cinco de la mañana por el ruido del temporal que parecía estar llamando en todos los cristales de las ventanas.

La casa temblaba, miré hacia fuera pero la noche era cerrada, así que salí para ver si los chopos seguían todos en su sitio.
Lo normal es que siguieran en su sitio, claro, pero ya hace tiempo que tenía el presentimiento de que pronto alguno caería en un día de viento.

Me abrigué y me acerqué lo suficiente para ver cómo uno de ellos estaba inclinado, tan inclinado que no era natural, tan inclinado que nada haría posible que volviera a la verticalidad e irremediablemente acabaría cayendo.

A las dos y media de la tarde sólo quedaba en el césped el agujero donde siempre se había alzado orgulloso para darnos frescor y vida.

Parece mentira los lazos que crean los buenos recuerdos con todo lo que nos rodea, estuvo con nosotros trece años y aún ahora sigue allí, llenando lo que para cualquiera que mire ahora es sólo el vacío.

El tiempo pasa escribiendo cicatrices.

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